Escrito por Marina Mainer.
Cada vez son más las demandas que recibimos en los centros de profesorado sobre formación relacionada con las emociones, el bienestar, el duelo y, en general, con la educación emocional. Tradicionalmente, el foco de la demanda se ponía en cómo enseñar emociones al alumnado pero el autocuidado emocional empieza a ser una demanda habitual, el profesorado empieza a darse cuenta de que la educación emocional comienza por nosotros y nosotras mismas.
Contar con docentes que conocen sus capacidades y sus limitaciones, que saben comprometerse poniendo límites para cuidarse, que ponen en valor el vínculo con las personas de la comunidad educativa y saben cómo sus experiencias repercuten en él, profesorado que puede ver, en el sentido espiritual de la palabra, a sus compañeros y compañeras, al alumnado, a las familias… son imprescindibles para garantizar que se da un proceso de enseñanza y aprendizaje auténtico, ético, respetuoso y que contribuye al bienestar social. Plantear formaciones en esta línea es, a veces, complejo; pero, cuando se logra, el profesorado expresa gratitud y esa gratitud nos habla de la necesidad que existe detrás.
En las aulas podemos enseñar habilidades de gestión emocional unas veces de forma directa y otras veces de forma indirecta. Incluso, cuando intentamos no educar emocionalmente, estamos educando con el modelo que ofrecemos. Es por esto que el profesorado requiere poner consciencia en ello así como aprender a mejorar la autoestima de su alumnado, sus habilidades sociales, habilidades de interacción en redes sociales… deben conocer herramientas para el aula y saber utilizarlas.
Por otro lado, estamos en un momento social donde sabemos que la salud emocional del alumnado se está viendo comprometida y vemos niños, niñas y adolescentes que sufren. Necesitamos docentes regulados, disponibles, que no se asusten, que puedan sostener las emociones de su alumnado, resonar y dar espacio para expresar y escuchar. La escucha es el eje de cualquier vínculo reparador y requiere ser aprendida y ser objeto de formaciones bien estructuradas que doten al profesorado de habilidades básicas para poder acompañar a su alumnado generando espacios seguros que faciliten la expresión emocional y hagan posible el aprendizaje.
El aula es un lugar privilegiado de interacción en el que se generan vínculos entre personas. Para gestionar esta aula es preciso que el profesorado ejerza un buen liderazgo para que las cosas que en ella suceden resulten nutritivas. Es un buen lugar para trabajar desde lo fenomenológico y el profesorado debe estar preparado para convertir cualquier conflicto en una oportunidad de crecimiento.
Desde los espacios formativos también modelamos con la forma en la que acogemos al profesorado, cómo fomentamos la atención a su diversidad y necesidades, cómo acompañamos sus momentos y dificultades, cómo les escuchamos o el mimo que ponemos al preparar una formación. También modelamos con las propuestas que les hacemos dejando tiempos para conectar, mirarnos o simplemente disponiendo el espacio para poder vernos.
Podemos proponer diferentes formaciones, algunas más cognitivas que alimentan el intelecto y que son necesarias; pero, cada vez más, proponemos formaciones vivenciales que tienen impacto en lo personal, formaciones transformadoras que llevamos al aula en forma de una mirada diferente que atiende al alumnado en su globalidad y en su momento concreto con una comprensión más profunda. Estas formaciones son dos polos que deben integrarse para formar docentes cada vez más competentes.
Creo que es muy interesante que el profesorado se forme en tres cuestiones clave:
– Quién soy. Cómo son mis emociones y cómo puedo gestionarlas.
– Cómo puedo favorecer el bienestar emocional de mi comunidad educativa: espacios
seguros, escucha, acompañamiento…
– Qué siente mi alumnado, cómo es su sufrimiento y cómo puedo ayudarle a una
adecuada gestión emocional.
Las tres cuestiones son importantes pero, ante todo, la formación sobre uno mismo es, para mí, el inicio de la revolución educativa.